Por Emanuel Donati
Irrumpí en su baño como una tempestad y cerré muy fuerte la
puerta. Oí sus apurados pasos detrás de mí pero no la dejé avanzar, necesitaba
calmar mi taquicardia.
Clave mis ojos frente
al espejo y vi mis ojeras punzantes caer hasta golpear mis pómulos. Abrí la
canilla de agua fría, rápidamente coloqué mis manos bajo el imperioso chorro y
salpique mi remera color rosa.
Tomé la toalla y sequé mi rostro apretando muy fuerte,
deseando que mis gestos queden plasmados en el verde algodón.
Me senté en el inodoro a pensar unos segundos. Me preguntaba
que palabras servirían para dar el primer paso. Junto a mi mano derecha,
rendida contra un azulejo, encontré su shampoo; su etiqueta me avisaba que era
para “Curvas peligrosas”.
Me sentí un poco desorientado, pero al fin pude salir del
baño con calma y un paso cansino. Ella me esperaba sentada en un bajo sillón,
con sus piernas cruzadas, fumando el cigarrillo de la impaciencia.
La media hora nos sorprendió en su cama, desecha y fuera de
sí. Noté sus oscuros bucles acariciar sus sinuosas caderas y ante el reflejo de
una ventana mis ojos espiaban su sensación.
Los días nos sorprendieron juntos en el mismo café de la
mañana. Noté sus delicados gustos por sobre mis elementales opciones.
Los meses nos sorprendieron juntos en los gritos de las
noches. Noté sus enérgicos disgustos por sobre mis indecisiones.
Los años nos sorprendieron juntos avanzando a la muerte.
Noté sus curvas peligrosas por sobre mis baches que ya no puedo manejar.
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