domingo, 24 de mayo de 2009

Antes y después de Woodstock

Por Juan pablo Espejo

Woodstock . Este festival de rock, se convirtió en una “nación” por tres días, al convocar sorpresivamente alrededor de 500 mil personas en una granja de 240 hectáreas en el estado federal de New York, y en un mito, al resultar un hecho inédito en su significación, y al decir de Uwe Schmitt, inaprensible.
Sin embargo, muchos han intentado explicarlo. La sociedad norteamericana de ese entonces, y particularmente, el estado político y económico de la misma, era un terreno propicio para la emergencia de un fenómeno de esa naturaleza. Era una época de capitalismo floreciente, de tiempos de ocio y opulencia. Y la juventud ocupaba allí un lugar especial, por ser precisamente la franja de población criada en ese estilo de vida. Además, la guerra de Vietnam se prestaba a la juventud insatisfecha –la prosperidad americana no era sin un precio en libertades- como un símbolo vivo de la incoherencia de un sistema perverso, que era precisamente el de sus padres. Esa especificidad de Woodstock, esa unicidad que escapa a todo examen y que sólo parece haber sido captada para los que estuvieron allí ese fin de semana, puede ser pensada también desde algunas nociones freudianas. En su libro “Psicología de las masas y análisis del yo”, Freud analiza los fenómenos de masa desde su psicología, fundada en el inconciente y la sexualidad. Hay dos cosas que asombran de Woodstock: primero, el carácter aparentemente espontáneo, auténtico e impulsivo de la convocatoria, que a pesar de haber contado con una gran organización y publicidad en los circuitos underground del rock, excedió cualquier expectativa. Y segundo, un detalle que en la historia de la humanidad parece no abundar demasiado: la paz que parece haber reinado en esos prados, pese a la pobre organización de esa multitud amontonada. Estos dos aspectos parecen haber sido los que inspiraron en más de uno la comparación del fenómeno con “la primera comunidad cristiana”o alguna “ciudad épica y bíblica”. Lo que sí es cierto, es que para que medio millón de personas, sin control ni vigilancia, en escasez de alimentos, bajo una lluvia importante, con mucha droga circulando y cautivada por una música rebelde como el rock de ese entonces, haya vivido tranquilamente esos días, debe haber ocurrido algo más que un milagro. La música convocaba, pero no era escuchada por todos ni era la razón única para congregarse allí. Había algo que unía, algo que posibilitaba esa anarquía sin caos. Y Freud, que supone que lo que une a los seres humanos aún dentro de masas multitudinarias es la pulsión sexual, no está lejos de una de las frases que remiten a ese festival: “Si no puedes estar con quien quieres, quiere a aquel con quien estás”. Freud articula esa pulsión con el hecho capital de la formación de masa: la masa es en realidad una horda, dirigida por un jefe. ¿Dónde está el jefe en Woodstock?, es esto lo más interesante. La primera asociación entre hermanos, según el mito científico de Freud, fue posible precisamente por el asesinato cometido contra ese padre despótico, amado y temido, dueño de todas las posibilidades de producción y satisfacción. Luego del crimen, todos acuerdan la igualdad entre los miembros, y se prometen que nadie ocupará el lugar de ese padre muerto, tratando de olvidarlo y erigiendo en reemplazo un ideal. El ideal en Woodstock está en parte en sus emblemas: paz, amor, libertad sexual y drogas. Sin embargo, y aquí es donde entran las cuestiones políticas y económicas, el ideal de Woodstock se erige sobre el asesinato al sistema. Nunca de hecho, eso es evidente, puesto que un festival así sólo es posible dentro de una sociedad como la norteamericana. Pero sí de derecho, porque también es evidente que solo es posible contra una sociedad como la norteamericana. En Woodstock, la pedante guerra de Vietnam, y la sociedad del confort y el buen corte americano eran sentidas como un pasado inaudito, superado por esa misma manifestación viva de sexualidad libre y tolerancia. Es por eso que falló todo intento de repetición. Por más que se intentara con naturalidad y disimulo, la organización intencional de un fenómeno como ése era ya pervertir el sentimiento de los que estuvieron allí, o mejor dicho, era incapaz de provocarlo. Y de la misma manera, como muestra excepcionalmente Abbie Hoffman en su libro, cualquier intento de minimizar o relativizar lo ocurrido es igualmente incapaz de algún efecto: Woodsotck existe en su cabeza y lo sigue adonde él va. Estas reflexiones no apuntan a explicar psicológicamente el suceso, ni a reducir un fenómeno tan complejo a una formación del inconciente. Pero pueden explicar tal vez esa “inaprensibilidad”, que reivindica con fervor Schmitt. El filósofo C. Castoriadis ubica en dos lugares de la historia –la polis griega y la europa del Renacimiento- la emergencia de los llamados gérmenes de autonomía, como formas de pensamiento y creación de lo nuevo, liberándose de las ataduras que implican las instituciones consideradas como naturales y extra-sociales. Yo incluiría a Woodstock como ejemplo claro de un proceso instituyente de ése tipo, donde esa fuente propiamente humana que es la imaginación produce algo de la nada, sin movimientos causales, ni aún dialécticos, que justifiquen su existencia. Fue tan sólo un festival de rock, podrán decir algunos. Otros incluso invalidar sus ideales como expresión fetichista de un determinado modelo económico-político. Pero como todo proceso cultural, y aún más, artístico, pone en juego un elemento indeterminado, inédito, propio de la imaginación y la creación de un grupo social.
No está en mis condiciones poder establecer un antes y un después de Woodstock. Tan sólo puedo, casi 40 años más tarde, sostener que allí hubo algo único. No es modelo ni ejemplo a seguir de nada en especial, salvo en un punto: la osadía de olvidar, por unos instantes, a ese padre multifacético, que no nos deja hacer surgir en nuestra realidad lo que ese ritmo roquero nos mueve a hacer desde los rincones más profundos de nuestra existencia.

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