jueves, 1 de septiembre de 2011

Murmullos de un rio


Por Emanuel Donati

Aquella cuidad estaba en silencio. Sólo se oían los rumores de un rio siniestro.

Roma era una ciudad tranquila, donde se amaba la vida, se respetaba a los ancianos y se cuidaba a los niños. Pero hoy, por primera vez, había una brisa tenebrosa; algo iba a pasar.

La gente colgaba miradas de desconcierto, intriga e incertidumbre. Los cientos de perros y gatos callejeros se refugiaban alarmantes de una tempestad. Algo podían oler.

El cielo se tornó un gris peligro y las nubes se agrupaban con la peor de sus caras. Se percibía un clima de rareza y angustia. Como la espera de algo inevitable, que ciertamente provocaría mucho mal.

Sólo podía oírse un piano desafinado, algo lejano, que sostenía una triste melodía de Enrico Caruso. La gente estaba abandonada al desasosiego, se dejaba tomar por el denso estupor.

Nada entregaba demasiado aliento a la población porque nadie podía informar con certeza acerca de la situación. La desidia gobernaba la cuidad.

Un pobre viejo, ciego y solitario, notaba el ambiente; pero él, y sólo él, sostenía esa sonrisa despreocupada que acompañaba los grandes y oscuros lentes en su rostro.

El hombre estaba sentado frete a una antigua casa, de ladrillos de barro y puerta de chapa oxidada. Sostenía el bastón y mostraba suma tranquilidad. A decir verdad en un día como este, el hombre desentonaba y mucho.

Tal era así que un vecino reparó en el viejo no vidente. Se acercó muy lentamente, como temiendo que algo cayera en su cabeza. Con la voz entrecortada por la situación pudo preguntarle.

-“¿Porqué está tan sonriente? ¡Vaya a su casa. Algo horrible esta por suceder y nadie sabe qué!”

-Me quedaré a sentir el cataclismo. Odio esta jodida ciudad. Dijo el viejo con una risa macabra.

El vecino se acercó en un audaz intento de convencer al anciano. –“Oiga, cuídese y vaya dentro de su hogar es usted un hombre indefenso”

El viejo se sacó sus grandes lentes y giró la cabeza en dirección al joven e intrépido vecino. El horror fue inmenso, descomunal. El hombre no tenía ojos, sólo un par de oscuras cavidades. La valentía del vecino se vio paralizada ante semejante semblante siniestro. El muchacho sólo pudo titubear unos torpes “¿Porqué?”

-Se cayeron, una noche en el Tíber. Se cayeron porque no toleraban el vil escenario que esta inmunda cuidad creó. Prefiero recordar los verdes en estas calles, los niños sonriendo y el sol saliendo sobre el Lazio. Prefiero dejar que mis ojos hagan murmullos en el rio y cuenten de lo hermoso que fue este pasado.

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