sábado, 6 de junio de 2009

El Volante por derecho

Por Emanuel Donati

Los discursos de las personas siempre son sustentados en su sentir, en su actuar, en la manera de darle forma a la vida, en la comodidad que persiste en las relaciones con otros sujetos, en los anhelos y también en lo más profundo de las tristezas, decepciones y desilusiones que, ineludiblemente, deben atravesar. Lo paradójico de esta historia es que se trata de un niño, más tarde joven y luego un adulto, que jamás dejó de eludir problemas, situaciones adversas y sobre todo, jugadores que no tenían la misma camiseta que él. Es una historia de amor y de odio, pero nunca de indiferencia… al fútbol.
Lo grisáceo de un ser insulso se desvanece cuando aparecen las pasiones, llenas de colores, luminosidad y de resplandor; este es el caso de un niño, más tarde un joven y luego un adulto, que siempre buscó las tonalidades de la felicidad y las encontró en una pelota de fútbol.

I
“Chicos: él es Juan y quiere jugar con ustedes”, fueron las palabras que Moretti siempre recuerda de su padre. Sólo tenía ocho años cuando el padre lo acompañó a una canchita, muy sucia y pequeña, que quedaba a tres cuadras de su casa donde regularmente arman partidos de fútbol jóvenes del barrio.
La cara de estos jóvenes, unos cuatro o cinco años más grandes que Juan, fue de sorpresa al pensar que un petizo de ocho años podía serle el volante por derecha que justo ese día había faltado a causa de un serio castigo por parte de sus padres. Pero sólo los que aman jugar al fútbol saben profundamente que cuando la necesidad apremia basta con completar el agujero vacío para que un silbido suene emulando el silbato de un árbitro. Por lo tanto ese fue el momento en que Juan, Juani (cómo lo llamaba la madre) o el Piojo ( su apodo futbolístico) comenzaba su metamorfosis a Juan Moretti, el volante por derecha que llegó a primera división.
Eran siete contra siete, partido cerrado y cada tanto el zurdo López tiraba un centro como la gente que nadie podía abrochar con un cabezazo. Muy lentamente la timidez de no saber con quién jugaba fue desapareciendo y creció en el pecho de Juan una mezcla de desafío y convencimiento de que él, sólo él, era el encargado de darle otro tinte al partido. Pasaron los minutos y esta convicción se hacia más y más gigante, hasta que explotó en la certeza; Juan tomó la pelota pegada a la línea lateral, por la derecha, siempre por la derecha, pasó la mitad de la cancha y encaró en velocidad, el primer defensa corría impetuosamente con el afán de arrastrarlo hasta fuera de los limites de la canchita y cuando lo iba a barrer, ahí, Juan Moretti pisa la pelota hacía dentro con la suavidad que una madre acaricia a su hijo recién nacido, caño, segundo de silencio y estampido de “Ole!”, casi sin dejarlo pensar estaba parado frente a él un segundo jugador que debía eludir, intentó ganarle en velocidad pero clavó sus zapatillas de lona en la tierra y tras el enganche aceleró en diagonal hacia arco; el último era el arquero, un flaco de piernas largas que salió a achicar sabiendo que era la última pelota del partido. Juani no lo dejó pensar, abrió la cara interna de su pié derecho y deslizó con mucha sutileza la pelota hacia la ratonera; nada muy distinto a un jugador de la naranja mecánica. Había nacido Juan Moretti, el volante por derecha que llegó a primera división

II
¿Qué es lo sustancial de un sujeto?. Esta pregunta ha intentado ser colmada a lo largo de la existencia de la humanidad a través de las formulaciones filosóficas, teológicas, psicológicas, chamanísticas, así como también las personas diariamente se cuestionan acerca de la sustancialidad, quizá no de manera directa, pero regularmente aparecen interrogantes por el padecer de las personas, las vicisitudes que hay que sobrellevar a diario, las astillas con que nos pinchamos constantemente. Cada ser humano de la tierra formula a diario una resolución para el enigma de la sustancialidad.
Juan, si bien nunca se preguntó para qué estaba siendo formado, para quién estaba siendo preparado, cuánto valor socio - económico tenía su entrenamiento diario, sabía que él sólo necesita sentir el contacto del cuero de la pelota junto a su pie; y esto fue así desde el primer día en que el padre lo llevó a entrenar al club de la zona, el Club Social y Deportivo Celta. Era un día de cielo celeste claro, Juan entrenaba con los chicos de su misma categoría y ya el primer día sentía que necesitaba un desafío más intenso. Su alma en gestación se inflaba y comenzaba a tomar forma de amor al fútbol, comenzaba a fluir en su corazón un mar de tintura color rojo que representaba su incondicional afecto por la pelota.
En sólo seis meses ya estaba practicando con jugadores tres años mayores que él, esquivaba conos naranjas con una velocidad deslumbrante, corría la cancha de siete a un ritmo que despabilaba a cualquier persona somnolienta, todos los días aprendía mañas del juego, posturas corporales y perfeccionaba ese don natural que era la savia vital de su ser.
Juan jugaba con la pelota, en el club del barrio; Juan jugaba con la pelota en el colegio; Juan jugaba con la pelota en la canchita que quedaba sólo a tres cuadras de la casa. Esto no significaba que no tenía amigos, por el contrario era un chico sumamente sociable y muy querido, pero su relación con la pelota era al modo de una amistad. Obviamente una que otra vez esa amistad sufrió sacudones, pincelazos bruscos de oscuros desentendimientos, pero en el fondo (ahí donde se aloja lo sustancial y fundamental de un sujeto) su relación con la pelota era respaldada por un amor inconmensurable a ella y a su tratamiento; jugar con la pelota.

III
Juan lentamente se convirtió en la estr0ella del Club Social y Deportivo Celta. Cuando jugaba su categoría, el barrio se concentraba adherido al alambrado de la cancha para verlo jugar, para ver sus quiebres de cintura, sus enganches vertiginosos, para sentir el olor a la tierra que dejaba su pique corto pegado al lateral, para oír los desaforados y alborotados gritos del técnico adversario para con sus jugadores; Juan tenía sólo trece años y era un fenómeno comunitario.
Obviamente que este descarado joven mantenía una relación de retroalimentación con la gente de su barrio, él mediante su despliegue futbolístico les brindaba gritos de alegría, diseñaba talantes sonrientes, ayudaba a olvidar problemas laborales, generaba cantos, provocaba en la gente un claro fenómeno de identificación que se hacía palpable cada fin de semana.
Juan, por su parte, recibía cariño, afecto, mimos, uno que otro regalo de la panadera del barrio y hasta el privilegio de ser mirado por los más sutiles ojos celestes de la cuidad… motivación extra cuando él sentía ser capturado por el más bonito placer escópico.
Un día frío, de cielo muy oscuro y presión baja vaticinaba un futuro incomodo pero tentador. Sábado 10 de julio, Juani cada vez más cerca de ser Juan “el piojo” Moretti.
Club Social y Deportivo Celta se enfrentaba al Club Deportivo Americano. No tan pegado al alambrado de la cancha se ubicaba un hombre de pantalón de vestir negro, camisa negra y zapatos al tono. Resultó ser Martín Sotomayor, veedor del club más grande de la República Argentina… ya sabrán ustedes de cuál les hablo.
Quince minutos de partido y el petizo de trece años abre el marcador de tiro libre, barrera mal parada, arquero bastante jugado a un palo, pelota que se abre por afuera y golazo de Juancito. De todos modos, el partido no era tan sencillito, el visitante jugaba muy ágilmente de contragolpe y tal es así que a los cinco de la parte complementaria empatan con un gol del número siete, desborde del once, centro al segundo palo, Ferrara (arquero de Celta) sale mal y el siete entra libre y con el arco vacío.
Insisto, partido chivo y faltaban unos diez minutos, o menos, para que termine. Juan recibe la pelota detrás del cinco, en posición de armador, le sale a cortar el dos, lo firuletea y lo pasa, entonces le sale el seis y Juani hace una pared con el “manteca” García, éste le devuelve la pelota entrando al área, y ahí fue cuando todo se vio negro. Patada de atrás del tres visitante y Juan cae al piso lesionado. El grito era constante, repetitivo, era una alarma que pedía ayuda.
De más está decir que el partido finalizó en empate, pero lo que no está de más es aclarar que, tras la lesión de la estrella del barrio, Martín Sotomayor sonrió, hizo unas anotaciones en su libreta de cuero negro y se retiró con un silencio y una serenidad, propia del ojo de un huracán.

IV
La paradoja de eludir lo ineludible no era la única en la vida de Juan. Estaba destinado a viajar casi sin remedio de paradoja en paradoja, sin poder observar claramente cuando empezaría una nueva incongruencia que le plantearía un nuevo desafío.
En 1930 se funda el club Social y Deportivo Celta, por voluntad de ocho abuelos inmigrantes de diferentes países británicos que compartían la particularidad de ser muy aferrados al cristianismo. Tenían como objetivo evangelizar y llevar la palabra alentadora de esta religión a la comunidad, la cual por aquellos tiempos sufría de grandes conflictos, propios de los problemas económicos que atravesaba el país y el mundo. Fue Albert Wallace quién propuso crear una cancha de fútbol donde los jóvenes del barrio pudieran encontrar un resguardo de los problemas educacionales, económicos, de desempleo que sufría la mayoría de las familias.
Los fundamentos con los que nace el club en cuestión eran sumamente religiosos y a lo largo de la historia del mismo se buscó mantener tales ideales cristianos en boga. Obviamente siempre hay una que otra escapatoria respecto de los mandatos sociales en los que nos hemos criado.

V
El día lunes 12 de julio el teléfono y el timbre de la casa de Juan dio muestra de los ideales solidarios que el barrio había mamado. Decenas de vecinos se acercaron manifestando su preocupación por la lesión de la estrella del club. La cosa era grave, rotura de ligamentos externos de la rodilla, lo cual demandaba cirugía y larga rehabilitación. El asunto era más grave aún si se tenía en cuenta que los padres de Juan no podían pagar la operación y la búsqueda del apoyo financiero de parte de la institución que lo formó deportivamente había sido en vano, al parecer no podían solventar tal gasto económico.
Como ya dije, ese día eran regulares las visitas a la casa de los Moretti, así que no sorprendió a nadie que sonara el timbre a las diez de la noche. El hombre parado en la puerta se presentó como Carlos Sotomayor y venía a ofrecerle una respuesta a los inconvenientes que la familia no podía afrontar. La propuesta era muy simple, el club más grande de la argentina pagaría la intervención quirúrgica de Juan y tras la rehabilitación éste pasaría a vestir los colores de la institución.
La madre de Juan rápidamente y sin pensarlo en demasía rumió mentalmente que era la solución al problema que sufría su hijo; el padre puso paños fríos a la verborragia mental de la madre y manifestó: “La decisión es de Juan, por más tentadora que sea la oferta”.
La reunión fue breve, no más de veinte minutos, en la que el veedor desplegó toda su habilidad marketinera para vender un paquete de oportunidad única en el que se incluía traslado a la capital de país, cirugía en una clínica privada de barrio norte , rehabilitación en los mejores institutos de la cuidad, departamento para el jugador y un integrante de su familia, escuela secundaria y hasta apoyo psicológico sí es que el niño sufría en demasía el desarraigo.
Por su parte, Juan había quedado marcado por la frase de su padre, lo que le impedía pensar con claridad la oferta “all inclused” del veedor, sentía cierta responsabilidad que nunca se había planteado, pero se imaginaba cómo sería jugar en el estadio del club atlético más grande de la República Argentina.
Los argumentos ajenos no eran desoídos por Juan; la madre decía que era la única posibilidad de operarlo, el padre no asumía un peso muy elevado en la decisión, los abuelos se encargaron de esparcir el chisme por el barrio, sus amigos hacían lista pidiendo camisetas del club, autógrafos, Juan dudaba.

VI
Dos días después, con la decisión ya tomada, o bien con el paquete comprado, se reúnen la familia Moretti con el veedor y un abogado del club en cuestión, con la finalidad de firmar un contrato. Tras firmar los debidos papeles y ver en la cara de Juan cierta preocupación, el abogado dice: “Despreocupate pibe, esto que se firmó es un pacto para que todos nos quedemos tranquilos que nos van a dar lo que queremos ”. Otra frase que marcó mucho al joven codiciado. Esa misma noche tuvo un sueño en el que él estaba en un laberinto y debía tomar la decisión de seguir derecho, doblar hacia un lado o al otro. Cada opción tenía sus correspondientes tentaciones, sí continuaba por su camino él creía que al final encontraría “los más sutiles ojos celestes de la cuidad”; sí tomaba el camino de su mano derecha creía encontrar una pared con cientos de espejos de diversos colores y si se decidía por la opción restante no podía visualizar claramente qué había. Entonces en ese angustioso sueño se encamina a querer descubrir que hay en ese tercer camino y se adentra en él, pero siente que ya no puede regresar y la angustia crece, y las palpitaciones se oyen, y el estómago se relaja y Juan despierta.
Creo que no hay que ser psicoanalista para entender básicamente de qué trata este vestigio onírico. Él mismo lo entendió como una representación de lo que esa noche había sucedido. Había sido invitado a una trampa, en la que cada decisión conllevaba una pérdida y esto era ineludible, pero ¿Porqué había elegido el camino más sombrío, el más angustioso y menos placentero?.
Insisto en que a Juan le resonaba la palabra pacto utilizada por el abogado, tan es así que buscó en un viejo diccionario que había en su casa este término y encontró, entre las múltiples definiciones, “convenio que se suponía hecho con el demonio para obrar por medio de él cosas extraordinarias”. El sueño cobraba ahora más relevancia aún, el camino elegido era oscuro y sombrío, era, acorde a los ideales del club que le vio nacer, el camino de la tentación. ¿Paradójico no? Que un club con fundamentos cristianos forme un jugador para que se ponga la camiseta del equipo rival. Ahora sí pienso que estas son preguntas que habría que hacerle a un psicoanalista.

VII
Un año y medio después de la operación, la vida de este personaje era otra, había cambiado casi radicalmente. Se mudó a Buenos Aires, ya no vivía en un pequeño barrio que le otorgaba ciertos privilegios. Cambió de compañeros de colegio, empezó a relacionarse con jóvenes que no pensaban el fútbol desde la condición del amateurismo, sino que veían este deporte como un modo de salvar sus vidas y las de sus familias, de vivir sin problemas económicos. El fútbol pasó a ser un trabajo con sus horarios correspondientes, sus francos, sus rutinas de entrenamiento.
Juan sentía cierta inercia en su actividad diaria. Todos los días se levantaba temprano, cerca de las seis de la mañana, desayunaba tres tostadas con un café con leche, tomaba un colectivo para ir a entrenar. A las dos de la tarde empezaba su estadía por el colegio, a las ocho finalizaba. Tomaba otro colectivo de regreso a su departamento, cenaba y se iba a dormir muy temprano. La rutina lo aplastaba. No era el chico vigoroso y siempre dispuesto que irradiaba luminosidad por doquier.
Algo había pasado, algo tocaba lo sustancial de su ser, algo que lo traicionaba. Se sentía excéntrico.
El fútbol que mostraba en las prácticas y los fines de semana seguía siendo muy atractivo a los ojos de cualquier espectador. Si bien al cabo de año y medio no sentía una gran comodidad con su nueva forma de vida y no podía acostumbrarse a su rutina, Juan al estar en contacto con la pelota de fútbol dejaba que su mente volara a espacios recónditos, lugares llenos de una belleza suprema e ideal. El contacto con la pelota lo suspendía temporalmente, y así podía sobrellevar el duro momento que le implicaba cumplir ese pacto.
Muy lentamente, a medida que los años transitaban, este joven que tenía la posibilidad de obrar un fútbol extraordinario fue ingresando más aún en el camino del profesionalismo. Pesadamente caminaba un sendero que sabía, no era el suyo pero sin embargo insistía en hacer ese recorrido. Y debutó en tercera división, y nuevamente demostró dotes superiores a cualquier rival, tiraba dos o tres caños por partido, era goleador, asistía a sus compañeros, tocaba de primera intención, era ordenado y tenía visión de juego.
Las manecillas del reloj transcurrían y él seguía presente en ese lugar, allí donde sentía haber traicionado ideales, donde él se veía insulso, grisáceo y opaco, lugar que Juan creía que debía aguantar y soportar sólo para seguir en contacto con el fútbol, deporte que le daba la posibilidad de encontrarse con su sustancialidad: el inconmensurable amor a la pelota y su tratamiento, jugar con ella.

VIII
Hacía tan sólo dos meses que Juani había cumplido los17 años de edad. Carlos Percia, una gloria de la institución que llevaba cinco años en la dirección técnica del club, asiste a un partido de la tercera división con la idea de promocionar algunos juveniles. Juan hace maravillas, dos goles de tiro libre y dos pases entre las líneas de la defensa rival que dejan anonadado al entrenador de la máxima categoría. En la semana siguiente este jovencito realiza su primer práctica con los jugadores de la primera división del club. Todo pasó demasiado rápido para “el piojo”, él no podía entender que practicaba junto a apellidos de verdadero peso, campeones de libertadores, campeones del mundo, jugadores de la selección nacional. Todo lo que le estaba pasando le resultaba extra ordinario.
Juan comenzaba a tener la sensación de que su estadía en la cuidad capital se estaba volviendo más tenue. La opacidad que esmerilaba el camino que él había elegido comenzaba a disiparse muy suavemente. Su respiración era plena e inundaba el pecho de regocijo. Lentamente, Juan comenzaba a recuperar luminosidad, frescura y motivación. Sentía estar muy cerca de lograr su cometido, de cumplir su deseo de jugar en primera división.
Tras dos meses de entrenar duramente con estrellas futbolísticas de máximo nivel competitivo, Juan recibe la noticia. “Piojo!, el jueves vas a la cancha de titular”.
Le temblaron las piernas por un instante, pero nunca dudo en dejar pasar tamaña posibilidad. Estaba a cuatro días de lograr el sueño de su niñez.

IX
Llegó el día. Partido de cuartos de final de la copa Libertadores. El rival, un duro equipo colombiano que llegaba invicto en condición de visitante. Faltaban cuarenta minutos para el comienzo del partido, mientras los jugadores entraban en calor, Juan recibe una llamada de su padre. Este estaba en un palco ansiando el comienzo de carrera de su hijo y le pidió que sólo juegue como él sabe, con amor.
El tiempo no transcurría, la espera era agobiante, la expectativa gigante. El suspenso gravitaba.
Salen a la cancha! Sus ojos no se detenían, giraba su cuello y miraba estupefacto, no oía sólo estaba encandilado por el ambiente. Finalmente un compañero le grito: “vamos piojo, vamos que es tu partido nene!”. Comenzó el partido y los primeros quince minutos tuvieron un ritmo electrizante, era un encuentro de suma emoción, de una concentración suprema. La hinchada mantenía el ritmo de fondo y las voces eran una. Los periodistas atentos a cada movimiento que ocurría en el campo de juego.
El primer tiempo termina con los arcos en silencio. La parte complementaria seguía igual de reñida y Juan se esforzaba por acoplarse al vértigo del encuentro.
Sólo a diez minutos de que finalice el encuentro, Juan ve su número de camiseta en el tablero electrónico, iba a ser reemplazado. En ese mismo instante el cielo se cubrió de una nube opaca y densa, como la del sueño. Comenzó a percibir una angustia similar a la vivenciada mientras dormía, sólo le quedaban instantes en el campo de juego.
Fue allí, a diez minutos del final, cuando Juan, Juani, o el Piojo comenzó a transformarse en Juan Moretti. Comprendió que su vida era la de un adulto y que debía elidir cuanta nube oscura se le presentase para poder gritar fuertemente las emociones de su vida. Haciendo fútbol de su reflexión, tomó la pelota en el circulo central y corrió con los ojos cerrados y los dientes apretados logrando que dos mediocampistas rivales se tropezasen torpemente abrió juego hacia la derecha aprovechando la veloz subida del número cuatro de su mismo equipo y recorrió como una flecha el trayecto restante hasta el área. Cayó como un centro llovido que los defensores despejaron mal y la pelota se pegó al pie del juvenil. Abrió los ojos bien grandes, tomó aire profundo y le pegó fuerte al palo más lejano del arquero colombiano.
El grito de gol de sesenta y seis mil personas quebró la nube en dos partes y el mítico estadio dio a luz a Juan Moretti, el jugador que tuvo que romper su propio pacto para poder seguir amando y encontrar las tonalidades que lo hacían lo hacían vivir.

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