martes, 13 de septiembre de 2011

Tic Tac ilógico.


Por Emanuel Donati

Mi fascinación por el tiempo no era algo novedoso. De niño me regocijaba al viajar a la casa de mi abuelo Edgardo, quien lucía un antiguo y tortuoso reloj de pared de los años veinte. Era de madera, tallada por su propia mano y el mecanismo armado en su propio taller, jamás reveló cómo hizo para armar semejante instrumento. Pues mi abuelo era un artista plástico italiano que había viajado a nuestro país, lógicamente a buscar su América.

Sí era tortuoso! cada media hora daba un campanazo y al cumplir la hora señalada, hacía lo pertinente la cantidad de veces necesaria. Tal es así que aquel bordó sofá cama se anoticiaba de mis tendidos sobresaltos por las madrugadas.

Puedo ahora ahondar más aún en un recuerdo de cuando tenía doce años. Fue justamente allí, en casa de mi abuelo, en el campo. Como era costumbre me tocó dormir en el nostálgico sofá que estaba en el living cocina comedor que decoraba mi abuela. Ambiente amplio, lleno de ventanas, puertas, muebles y objetos que lo teñían demasiado rococó a mi gusto.

Por aquellos tiempos mi abuelo no gozaba de buena salud. El reciente alejamiento de una de sus hijas lo había sumergido en una intensa tristeza y siempre fue él una persona que se aferró muy fácilmente a padecer. Sí mal no recuerdo fue ese el motivo por el cual mi padre decidió visitarlo unas dos o tres semanas.

Recuerdo que ya entrado el cuarto día de nuestra visita, mi abuelo padecía agudos dolores de cabeza. “Cómo sí algo estuviera golpeándome por dentro”. Esa era su explicación y cada vez que se calmaba y se esforzaba por hablar, el golpe regresaba. Migraña decía el único médico del pueblo y recetaba amitriptilina, cada vez en dosis más altas.

A mis doce años me costaba entender que era lo que mi abuelo padecía, pero sentía que algo funesto se aproximaba. Tal es así que mi angustia crecía todas las noches cuando intentaba descansar en el sofá cama. Algo me oprimía el pecho y me ataba el estómago. Sensaciones nuevas para mí.

Siendo las tres de la madrugada, me hallaba desvelado y sí hay algo que sabía muy bien era la hora, pues no quedaba otra opción que contar los intensos campanazos del antiguo reloj. Pero esa noche mis ojos se petrificaron en un brillo particular que provenía del antiguo péndulo. Resplandecía más de lo normar, y mis ojos corrompidos no creían lo que veían.

Un ente blanco brilloso tomó forma rápidamente. Era un hombre, de gran contextura física, pero trasmitía una sensación de poder inexplicable que me hacía sentir vulgar, mundano, ínfimo, casi un parásito en la tierra. Era muy barbudo, pero no parecía afectado por los años. En su mano izquierda portaba una hoz. La hacía girar serenamente, como esperando el momento preciso. La hora justa.

Sentí que no tenía otra opción, busqué contactarme con él y le dije:

-“¿A qué viene señor? ¿Para qué una hoz?”

-“Soy Crono. Necesito hablar con Edgardo”

Su mirada se clavaba en mí de una manera intimidante y no encontré otra opción que llevarlo a la habitación en la que mi abuelo reposaba. Dormía profundamente, pero me empeñé en despertarlo y hablándole con un susurro suave le explique las intenciones del espectro.

Luego de unos breves segundos el barbudo y brilloso fantasma se apareció en la habitación y se sentó en una silla en la punta de la cama, frente a mi abuelo Edgardo. Yo, quedé al costado oyendo como ambos se disputaban un saber, el del tiempo.

- Quisiste desafiarme, violar la naturaleza de tu condición humana- dijo Crono

- ¿Sabe usted del tiempo que el hombre ha creado? El tiempo humano duele, crea espacios que nos encierran, el tiempo es hijo de nuestro verbo y como tal nunca podré vencerlo- Comenzó Edgardo a modo de defensa.

- Que inteligente eres al querer persuadirme, pero fuiste osado al construir un reloj que nunca deje de funcionar. Yo no admito competencias, la eternidad no es para alguien tan mundano y terrenal. Eres un hombre y tu tiempo tiene la estreches de tu lenguaje.

- No aproveche mi débil estado de salud para enviarme al mundo de los muertos, se lo ruego!

- Jamás haría eso, usted vivirá y perecerá a su ritmo biológico, pero cargará sobre sí el dolor de jamás poder contar que fue el único hombre que desafió al Dios del tiempo- Fue esa la sentencia de Crono.

No recuerdo nada más. El dialogo allí se cortó súbitamente y yo me encontré dormido en la silla pegada a la cama de mi abuelo. Cuando desperté, la escena me dejó catatónico, en shock. Mi abuelo casi desangrado y sin cuerdas vocales. Yo con mi mirada atónita sólo pude ver que entre mis sucias manos sostenía una hoz. Y Edgardo murió de silencio.

jueves, 1 de septiembre de 2011

Murmullos de un rio


Por Emanuel Donati

Aquella cuidad estaba en silencio. Sólo se oían los rumores de un rio siniestro.

Roma era una ciudad tranquila, donde se amaba la vida, se respetaba a los ancianos y se cuidaba a los niños. Pero hoy, por primera vez, había una brisa tenebrosa; algo iba a pasar.

La gente colgaba miradas de desconcierto, intriga e incertidumbre. Los cientos de perros y gatos callejeros se refugiaban alarmantes de una tempestad. Algo podían oler.

El cielo se tornó un gris peligro y las nubes se agrupaban con la peor de sus caras. Se percibía un clima de rareza y angustia. Como la espera de algo inevitable, que ciertamente provocaría mucho mal.

Sólo podía oírse un piano desafinado, algo lejano, que sostenía una triste melodía de Enrico Caruso. La gente estaba abandonada al desasosiego, se dejaba tomar por el denso estupor.

Nada entregaba demasiado aliento a la población porque nadie podía informar con certeza acerca de la situación. La desidia gobernaba la cuidad.

Un pobre viejo, ciego y solitario, notaba el ambiente; pero él, y sólo él, sostenía esa sonrisa despreocupada que acompañaba los grandes y oscuros lentes en su rostro.

El hombre estaba sentado frete a una antigua casa, de ladrillos de barro y puerta de chapa oxidada. Sostenía el bastón y mostraba suma tranquilidad. A decir verdad en un día como este, el hombre desentonaba y mucho.

Tal era así que un vecino reparó en el viejo no vidente. Se acercó muy lentamente, como temiendo que algo cayera en su cabeza. Con la voz entrecortada por la situación pudo preguntarle.

-“¿Porqué está tan sonriente? ¡Vaya a su casa. Algo horrible esta por suceder y nadie sabe qué!”

-Me quedaré a sentir el cataclismo. Odio esta jodida ciudad. Dijo el viejo con una risa macabra.

El vecino se acercó en un audaz intento de convencer al anciano. –“Oiga, cuídese y vaya dentro de su hogar es usted un hombre indefenso”

El viejo se sacó sus grandes lentes y giró la cabeza en dirección al joven e intrépido vecino. El horror fue inmenso, descomunal. El hombre no tenía ojos, sólo un par de oscuras cavidades. La valentía del vecino se vio paralizada ante semejante semblante siniestro. El muchacho sólo pudo titubear unos torpes “¿Porqué?”

-Se cayeron, una noche en el Tíber. Se cayeron porque no toleraban el vil escenario que esta inmunda cuidad creó. Prefiero recordar los verdes en estas calles, los niños sonriendo y el sol saliendo sobre el Lazio. Prefiero dejar que mis ojos hagan murmullos en el rio y cuenten de lo hermoso que fue este pasado.